Durante siglos, los europeos y luego los colonos americanos miraron a los tomates con desconfianza y aprensión porque creían que eran tóxicos. Hoy los comemos sin miedo.
La carta firmada por más de un centenar de premios Nobel ha sido el último episodio de un cruento debate en torno a los transgénicos y su papel en la alimentación mundial, con el arroz dorado como principal ejemplo. Sus detractores cuestionan sus efectos sobre la salud y su impacto en el medio ambiente, mientras que sus defensores señalan sus ventajas nutricionales, que pueden mejorar la salud de millones de personas, así como los estrictos controles de seguridad a los que se someten estos organismos.
El debate en torno al arroz dorado dura ya 16 años, desde que en 2000 se publicase en la revista ‘Science’ el artículo en que se describía su desarrollo. Desde entonces, las investigaciones en torno a los transgénicos han seguido adelante, concluyendo entre otras cosas que “hasta el momento no se ha detectado ningún riesgo significativo relacionado con el uso de cultivos transgénicos”.
Hubo una época, antes de los transgénicos, en que un miedo similar se extendía en torno a un cultivo del que hoy nos alimentamos sin pensárnoslo dos veces: el tomate. Durante más de dos siglos, los tomates se consideraron tóxicos en zonas de Europa y de Estados Unidos por una mezcla de mito y desconocimiento, que fue superada poco a poco para convertirse en uno de los frutos más consumidos en el mundo.
La primera domesticación del tomate
“Los tomates nacieron en Perú, y allí se pueden encontrar todavía las variedades silvestres de las que evolucionaron los tomates que conocemos hoy”, explica María José Díez Niclós, responsable del banco de germoplasma del Instituto de Conservación y Mejora de la Agrodiversidad Valenciana, de la Universidad Politécnica de Valencia. Esos tomates originales, explica, no son como los que conocemos: eran apenas malas hierbas, más pequeños, duros y de color verde. “Los habitantes locales partieron de variedades como ‘Solanum pimpinellifolium’ y fueron seleccionando los que más les convenían porque tenían frutos más grandes, o de sabor más agradable”.
De Perú, el tomate viajó a México, donde vivió una segunda domesticación. Hay pruebas de que ya se cultivaban unos 500 años antes de Cristo. Allí, los tomates ya no eran pequeños y verdes, los había de color amarillo y seguramente rojos, parecidos a los tomates actuales. “Es probable que a Europa llegasen primero los tomates amarillos, y por eso en Italia al tomate se le llama ‘pomodoro’, o manzana de oro”, explica Díez. Italia fue uno de los primeros países europeos en los que se extendió su consumo y que integró el tomate en su gastronomía.
¿Por qué se temían los tomates?
Sin embargo, fue en Europa donde el tomate se encontró con la desconfianza e incluso el miedo a su consumo. Según Andrew F. Smith, autor de varios libros sobre historia de los alimentos, uno de ellos sobre el tomate, a finales del siglo XVIII, un gran porcentaje de los europeos llamaba a los tomates ‘manzana venenosa’, porque se creía que los aristócratas enfermaban y morían después de comerlos.
La causa no estaba en los tomates, sino en los platos: era costumbre que estuviesen hechos de peltre, una aleación que contiene plomo. Al ser una fruta muy ácida, al colocar los tomates sobre el estaño, liberaban el plomo, lo que causaba el envenenamiento de los comensales. A falta de conocimientos sobre química que explicasen lo que ocurría, el tomate quedó marcado como culpable.
Pero no fue solo por eso. Niclós explica que el tomate forma parte de la familia de las solanáceas, arbustos con altos niveles de alcaloides que sí son tóxicos. La asociación con otras plantas como la belladona o el estramonio jugaba en contra de la fama del tomate como alimento. Las berenjenas, las patatas o los pimientos también son solanáceas, pero puesto que algunos de estos alimentos también habían llegado recientemente de América, su uso no estaba implementado todavía.
Así que durante décadas, el tomate se cultivaba solo con fines ornamentales. “Poco a poco, a base de consumirlo en pequeñas cantidades o de ver que en otros lugares se comía sin problemas, se fue extendiendo su uso”, explica Díez. En Europa, el tomate vivió una tercera domesticación, en que intervinieron algunos procesos de mejora profesional, en forma de selección y cruzamientos, para conseguir variedades más resistentes, sabrosas o atractivas.
Este proceso continuó en Norteamérica, donde los tomates llegaron de la mano de los colonos europeos y donde, de nuevo, tuvieron que vencer la desconfianza del público. Según documentos de la época, Thomas Jefferson, el tercer presidente de Estados Unidos y uno de los considerados Padres Fundadores, fue de los primeros habitantes del estado de Virginia en cultivar y comer tomates. “La mayoría de los americanos pensaban que los tomates eran venenosos, así que fue un evento sorprendente cuando, en 1806, los sirvió a sus invitados en la Casa del Presidente”, cuenta el escritor e historiador Thomas J. Craughwell.
Cómo hacer los tomates que queremos
La evolución del tomate no se ha detenido hasta hoy. Desde esos primeros habitantes de Perú, que elegían los tomates más grandes y sabrosos, hasta los biotecnólogos, que hoy trabajan con técnicas avanzadas de selección y mejora, el tomate ha ido cambiando para adaptarse a lo que necesitamos de él.
Por ejemplo, explica Díez, seleccionamos unas especies u otras según tengan características que sean favorables para su consumo directo o para su procesado industrial: “Si plantamos tomates que serán recogidos y consumidos tal cual, tendrán que ser visualmente atractivos para el consumidor, con la piel suave y una textura uniforme; si van a ser procesados para convertirlos en salsas y otros productos, tendrán que tener una piel más resistente y madurar todos al mismo tiempo para que sean recogidos de forma automatizada”.
Los tomates raf, los kumatos, los tomates cherry… “Las demandas del mercado son otro factor que ha impulsado la mejora del tomate”, concluye Díez. Igual que en la moda o en los coches, los productores se esfuerzan por dar a los consumidores los productos por los que están dispuestos a pagar más, ya sean coches más rápidos o tomates más carnosos. Eso sí, varios siglos después, ya nadie parece preocupado por envenenarse comiendo tomates. ¿Tendremos por delante todavía siglos de miedo a los transgénicos?
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